Además del debate acerca del acontecimiento histórico y su denominación,se propuso otra actividad para trabajar en cada Taller:
Un relato hecho a partir de una punta de flecha hallada en la playa del balneario Neptunia, cerca de la desembocadura del Arroyo Pando.
El relato se hizo en forma oral por su autor. Transcribimos aquí la versión escrita del mismo.
Introducción:
¿Cómo se imaginan a los pobladores originales del territorio uruguayo? Sí, los conocidos genéricamente como "Charrúas".
(Un breve sondeo de los "conocimientos previos" de los alumnos)
Les contaré una historia "basada en hechos reales", que nos dice mucho de cómo eran aquellas personas que en un tiempo tan remoto, deambularon, vivieron, formaron sus familias, se alimentaron de los recursos de este mismo suelo y desarrollaron sus costumbres y tuvieron su historia, aunque no escrita en ningún papel. Pero sí aún se transmite a través de algunas cosas que de ellos quedaron por aquí y por allá. Y de eso se trata esta:
GRAN HISTORIA DE UNA PEQUEÑA PIEDRA
Miren, les contaré la historia que me contó una piedrita que encontré un día de verano en la playa.¿Cómo que las piedras no hablan? Bueno, es cierto, no hablan… si no sabes escucharlas, porque, ¿quién va a hablar si nadie se dispone a escuchar? Pero a mí me encanta escuchar. Se ve que esta piedrita captó eso, porque me llamó la atención, como si me chistara. Pero miren que no era fácil, porque esta piedrita estaba justo a la orilla del agua, entre donde empieza a secarse la arena y donde todavía llegan las olas con su espumita. Allí había una multitud de piedritas de todos los colores y formas. Es donde pueden encontrarse las mejores y más raras. Claro, si vas mirando con atención. Como yo iba atento, esta piedrita me llamó la atención. No es que fuera de un color llamativo.
Era gris. Pero su forma…, su forma era inconfundiblemente inteligente. ¿Cómo así? Claro, se veía que estaba tallada no por la acción del agua, la arena y las otras piedras, sino por una mano. Me di cuenta claramente al agacharme y tomarla entre mis dedos : era una punta de flecha tallada. ¡Increíble! En una playa de tantas, entre miles y miles de cantos rodados, justo venirse a encontrar con una punta de flecha tallada , hace siglos, por algún charrúa de los que habitaban estas costas del Río de la Plata, llamado por ellos Paraná Guazú.
Pero así fue. Y la piedrita tenía mucho para contar. Se imaginarán que después de tanto tiempo callada, no paraba de hablar, así que la interrumpí y le pedí que empezara por el principio, de lo contrario no entendería nada. Así que, con gran esfuerzo, se calmó y luego de unos momentos para ordenar sus ideas, empezó su historia.
Si no me quieren creer, pregunten a algún geólogo, o arqueólogo, y les va a decir si las piedras hablan o no. Claro, no conocen a ninguno. En ese caso, no van a tener más remedio que confiar en mí.
Aquella punta de flecha comenzó a contarme su historia:
“Hace mucho, mucho, tiempo, yo era una piedrita como hay tantas, un simple trozo de roca muy dura destinado a rodar y rodar hasta convertirme en un canto rodado más de la playa. Todavía no estaba muy pulida cuando una mañana de verano como esta veo venir caminando, agachándose cada tanto, a un hombre joven, alto y esbelto, de larga cabellera negra, desnudo. Sólo traía a la cintura una especie de recipiente de piel de algún animal, asegurado con un lazo tambien de piel. Yo ya había visto algunas veces a humanos como él. Siempre se llevaban algunas compañeras piedras, que nunca volví a ver, en esos sacos de piel. Lo que nunca imaginé fue que esta vez me tocaría ser elegida.
Porque resulta que él tomaba en sus manos una piedra, pero no siempre la guardaba. Primero la observaba atentamente, murmuraba algo bajito y muchas veces la dejaba caer. Algunas de estas compañeras me habían contado que los humanos eran muy amables, porque les pedían permiso para llevarlas…”
- ¿Permiso?- la interrumpí asombrado.
- “ Sí – continuó- les decían que necesitaban su ayuda para conseguir su alimento, siempre y cuando les permitieran llevárselas para tallarlas y darles forma con ese propósito. Estas compañeras contestaron que preferían seguir donde estaban y las dejaron caer otra vez en la arena, para seguir la búsqueda…”
-¿Así que no las obligan?- pregunté extrañado-
- “Así es,- prosiguió- siempre me había parecido un detalle muy bonito de parte de los humanos. Es que estos hombres eran muy educados, más bien callados, serios. Cuando hablaban lo hacían muy bajito, murmurando unas pocas palabras. Salvo cuando se enojaban y peleaban con otros, ahí sí gritaban y no paraban de proferir amenazas.”
- ¿Eso pasaba seguido? – quise saber-.
- “Era raro, trataban de evitarlo, preferían alejarse de otros grupos, buscando otro lugar. Pero si escaseaba la caza y había un lugar donde abundaba, a veces se enfrentaban unos con otros.Pero sigo con mi historia.
Esa vez este hombre se inclinó y me tomó entre sus dedos. Me observó atentamente por todos lados y me acarició con las yemas de sus dedos. De pronto me habló: “eres dura y cristalina, tu forma facilitará mi trabajo, si me permites tallarte. Así me ayudarías a conseguir alimento para mi familia. ¿Me permites?” Su voz era suave y grave. Esperó mi respuesta mientras me sostenía entre sus dedos. ¿Cómo negarme? Además siempre tuve curiosidad por saber cómo los ayudábamos nosotras, simples piedras vagabundas. Así que accedí a su pedido; entonces se irguió y me metió en su bolsa, donde me encontré con otras compañeras, no muchas. Al rato se agregaron dos más y luego nos llevó lejos de la playa.
Cuando nos sacó de aquella bolsa estábamos en tierra cubierta de hierbas. Nos extendió sobre una piel de animal. Estaba con él otro hombre, uno mayor, la piel de su cara llena de surcos. Nos examinaron una por una, de cuando en cuando murmuraban algunas palabras. Hicieron una selección entre nosotras: unas más pequeñas formaron un grupo, las medianas formamos otro y tres más grandes formaron un tercer grupo. Todavía no entendíamos lo que hacían y nuestra intriga y curiosidad crecían. De pronto cada uno tomó a una de nosotras, las medianas. Entonces tomaron cada uno una roca un poco más grande, con forma como de cuña y, con cuidado y seguridad, comenzaron a darnos golpecitos hasta hacer saltar una lasquita. El más joven observaba cómo lo hacía el mayor y luego copiaba sus movimientos. Yo estaba en su mano y poco a poco fui perdiendo trozos de mi masa y mi forma fue cambiando. También utilizaron herramientas de hueso con las que presionaban con fuerza los rebordes de las cascaduras hasta sacar pedacitos. No dejaban de voltearnos de un lado a otro y de acariciarnos y limpiarnos. Yo estaba fascinada con mi rápida transformación.
Para el atardecer ya nos habían dado forma a casi todas y empezaron a calzarnos en el extremo de unas varas finas y largas, asegurándonos fuertemente con tientos de cuero. En el otro extremo de las varas ataron unas plumas de ave. Ahora mis interrogantes se multiplicaban. ¿Qué utilidad prestaríamos de esta forma para conseguir su alimento? ¿Qué diferncia hacía nuestro tamaño? A las más grandes las fijaron en el extremo de largas cañas. ¿Con qué finalidad? Tendríamos que esperar para saberlo.
A la mañana siguiente, muy temprano, los hombres nos tomaron en un haz y nos metieron en un recipiente de piel. Anduvieron y anduvieron, hasta que de pronto se detuvieron y una de mis compañeras fue separada de nosotras y sólo volvimos a verla al cabo de un rato. ¿Dónde había estado? ¿Qué habían hecho con ella? Antes de que pudiera contarnos, lo supe por mí misma. Fui alzada con mi vara por la mano del joven, quien me puso por delante de un artefacto de madera con una larga cuerda de tientos muy tensa. La madera se arqueó y pronto, con un seco chasquido, yo estaba volando vertiginosamente por el aire.
Antes que me diera cuenta, con un golpe y un giro bruscos me detuve en el interior tibio y húmedo de la carne de un animal, un siervo de buen tamaño. Luego fui extraída y pude ver mi sangrienta misión cumplida. El hombre me observó con satisfacción, me limpió la sangre y me guardó.
Cargó entonces el animal, ayudado por un compañero, colgándolo por las patas con tientos a un palo. Así llevaron el resultado de la cacería hasta el campamento. Pronto desollaron un par de ciervitos, los cortaron por el medio y los asaron fijados a estacas ante una hoguera. Toda la familia se reunió alrededor, viejos , jóvenes, niños y mujeres. Cada uno recibió su trozo de carne, y comieron con buen apetito. Yo observaba desde un rincón y me sentí orgullosa de haber contribuido al propósito para el que fui elegida por aquel hombre joven.
Con el tiempo supe que mi forma era algo singular, algo nuevo para él, que le daba buen resultado. El hombre viejo le había enseñado a darme esta forma que ves, como torcida.
- Helicoidal – la corregí – no es torcida, es una forma que aumenta tu penetración al impactar en el animal. - “Tú sabrás de eso, como humano” – repuso.
– Lo que me asombra es que estos hombres tan primitivos lo supieran – pensé en voz alta.
- “¿Por qué te asombra? ¿No eran hombres también, tan sabios como tú?”
– Sabes que tienes razón, mucha razón, piedra – reconocí -, fueron tan sabios como puede serlo cualquier humano. No importa el tiempo ni la tecnología, el hombre es el mismo: resuelve problemas, crea soluciones, inventa instrumentos valiéndose de lo que tiene a mano. Luego se ingenia para introducir mejoras, se enseñan unos a otros, comparten sus hallazgos y así progresan.
- “Supongo que así será – concordó la piedrita – . De la forma que te conté fui utilizada por mucho tiempo. Dos varas más y nuevas plumas me acompañaron, hasta que un día mi dueño me perdió.”
- ¿Cómo sucedió? –quise saber. “Fue en este mismo arroyo que desemboca en la playa, pero tierra adentro. El hombre acechó largo rato, completamente inmóvil, escondido entre los arbustos, a un carpincho. Me sostenía en una de sus manos junto con su arco, hasta que al atardecer dos carpinchos asomaron en el agua y, cautelosamente salieron a la orilla. Era el momento. Lentamente me colocó en el arco, como siempre, lo tensó, apuntó cuidadosamente, y volé hacia uno de ellos. Impacté en su lomo y no supe más, salvo que el animal se movió muy rápido. Seguramente huyó, porque no dejó de moverse. Largo rato después se detuvo. Poco a poco quedó inmóvil. Pero mi dueño no vino a extraerme como siempre.
Un largo tiempo después me desprendí del animal que estaba muerto y flotaba en el Paraná Guazú, medio despedazado por los peces. La marea lo había llevado lejos. Flotando con mi vara, una tormenta me arrojó con la resaca en una playa desconocida para mí. Así anduve, llevada y traída por el oleaje, hasta que los tientos se aflojaron y caí en el fondo arenoso junto a los demás cantos rodados, entre los cuales he andado todo este largo tiempo, hasta que esta tarde de verano tú, como aquel hombre, me viste, te agachaste y me tomaste entre tus dedos, y me observaste atentamente y me acariciaste como él lo hizo. Por eso empecé hablar, porque supe que tú querrías escucharme. Además sé que no me abandonarás, porque sabes escuchar. Espero que no me pierdas en alguna cacería, como mi antiguo dueño…”
– No te preocupes – repuse tranquilizándola -, la historia no siempre se repite, estos son otros tiempos. No necesito que me ayudes a conseguir carne que comer, prefiero que alimentes mi imaginación con tu memoria.
Autor: Mtro. Xavier Xaubet - Escuela 207